20090424

Nuestro personaje se ha despertado solo, nadie a su lado ni nadie en su mente le implica desazón o alivio. Ha desayunado sus dos piezas de fruta solo, nadie ha interrumpido el lento movimiento de su mandíbula mientras observaba, impasible, el armario desconchado que cuelga por encima del fregadero. Nuestro personaje se ha duchado y ha descubierto que una ducha en soledad y nada en lo que pensar no le gusta tanto como él creía. Ha tarareado un tango mientras se vestía y justo cuando se estaba calzando el zapato derecho ha sentido que una ligera sonrisa adornaba su rostro. Ha recobrado posibles fuerzas perdidas y enfundándose el abrigo marrón que se compró hace dos otoños, abre la puerta de su casa y baja las escaleras del portal para comenzar la semana tal y como acabó la anterior, solo y con ganas de seguir adelante, sin miedo a fundados fantasmas dolientes y con la certeza de que todo se cura con un poco de ironía. Allá en el metro destinará su renovado afán a cambiar el orden establecido de las cosas, y con su cuaderno azul bajo el brazo se sentará en el segundo vagón y, mientras gran parte de sus compañeros de viaje leen el best-seller de turno o el infame periódico gratuito que no es más que telebasura impresa, con su bolígrafo rojo se pondrá a escribir fragmentos de algún posible o hipotético comienzo de algo que no acaba de ocurrir pero que marca pautas indecisas para la meta final. Y en cuanto levanta la vista y fija la mirada en el adolescente que, con muy mal gusto, se taladra los oídos con sonidos implacables que retumban en la atmósfera ya cargada del vagón, respira y piensa una barbaridad imposible: todos escribiendo en sus cuadernos las sensaciones que arrastran esta mañana de otoño que parece más fría de lo que en realidad es sólo porque dejamos nuestro hogar y vamos con destino a nuestro trabajo diario.
R.P.

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